Por Hugo Castillo Mesino
Caminé y abordé el auto. No era yo el que
conducía. El vehículo tenía en su interior un plástico transparente que me
distanciaba del conductor; además, una cremallera que se podía abrir y cerrar
para cancelar el valor de la carrera. Mientras la ciudad vacía avanzaba, los
semáforos cambiaban de color sin el afán del tiempo, a diferencia que antes
perturbaban los ojos y oídos que te amargaban la vida en lo posible. Pregunté por
qué tanto silencio sin acordarme que con el mío era suficiente. A lo lejos y de
cerca caminaban transeúntes, no alcanzaba a escuchar sus voces, menos a
arrancarles una sonrisa olvidándome de sus tapabocas, parecían zombis que iban
y venían de otros mundos o, tal vez, por los cien días después en los que me
había desprendido de la ciudad y, al parecer, todo lo que se asomaba era
producto de mi estadía en la caverna o en mi apartamento, donde las horas
vividas de mundos internos y externos se niegan y se afirman.
El sol de la mañana reflejaba sus rayos sobre
la publicidad silenciosa de lugares citadinos con la complicidad de las puertas
y esteras cubiertas alejándose de sus clientes, mientras que los negocios
contiguos como balotos y otros pasaban tristes. ¿Sería que la gente dejo de
soñar en sus creencias estándares de querer ser rico? Al son del viento y con
un aire seco el comercio con sus establecimientos permanecía a espaldas de la
clientela como innegable realidad. Se divisaban camiones cargados de mudanzas de
los estaderos agotados por falta de recursos para sostenerlos. En la
simultaneidad del trayecto pasé a escasos metros de un amigo y no pude llegar
por razones de protocolos, aunque en Facebook tengo miles, pero distintos. Observé
segura la ciudad por magia natural y, por otro lado, congestionada a decenas de
kilómetros por hermanos terrenales saturados de ansiedad social por el peligro ante
el amor a la vida. Caminando a prisas ganándole a las manecillas del reloj en una
ciudad distinta pero que al final es la misma, llena de temor por el gobierno de
Jaime Pumarejo Heins y su falta de garra para soñar, pensar, crear y hacer de la
gente el momento esperanzador para volver a salir y vivir con dignidad.
En medio del camino no se asomaba el olor,
menos la posibilidad de degustar de los restaurantes, el tiempo me había
abandonado o tal vez yo había abandonado el tiempo, eran más de cien días
después que permanecí en casa y ahora rompía el cerco imaginario cuando al
cruzar la calle alcancé a leer varios avisos de algunas sedes políticas y uno
que otro afiche que todavía se conserva, entonces me pregunté: ¿Qué tan
determinantes son esas instancias orgánicas y personas para dar respuestas a
los caminantes, refugiados, discriminados, lejos de nosotros, pero cerca
del hambre y la miseria que los asedia todos los días? El eslogan de campaña
del candidato “Barranquilla imparable”, hoy alcalde, Jaime Pumarejo es lo más objetivo
y no admite discusión por las estadísticas de las víctimas del Covid-19 y su
marca de gobierno “Barranquilla capital de vida”; la cual es contraria a la
realidad provocada por sus contratistas fuera del contexto social al no
corresponder a la solución de necesidades insatisfechas. Cabe recordar al
mandatario su promesa en campaña de que su mayor inversión sería en lo social;
lo cual es un reto ahora, pero un imposible al no contar con facultades
políticas para hacerlo, por ser apéndice de la familia Char y de sus
apostadores electoreros.
Otro caminante transeúnte testigo de la
desolación en medio de la ciudad de Barranquilla es la seguridad de los
establecimientos comerciales que, a pesar de las penumbras de la gente, han
sido respetados, mientras muchos gobernantes y sus acólitos se roban la ciudad
a través de artilugios y se dan golpes de pechos a través de los medios y de
las redes sociales. No obstante, algo que me asombra es la reducción de los
niveles de criminalidad, mas bien por el pánico que existe sobre el Covid-19
que por las políticas públicas implementadas para acabar con ese flagelo. Otro
fenómeno social al andar circulando por varias horas en la ciudad cien días
después es el silencio rotundo sobre los hermanos venezolanos inmigrantes ubicados
en diferentes sectores barriales y comerciales, nos preguntamos: ¿dónde viven o
se fueron para su lugar de origen? Los recursos nacionales y aportados por las
ONGs ¿quiénes los administran o en qué se invierten?
Una vez más se demuestra que algunos días
vividos en la ciudad en las actuales circunstancias nos embargan de alegría y otros
de tristeza; pero, a su vez, nos exhortan a dimensionar una naturaleza sabia
que asoma las aves hasta la ventana de mi caverna, aunado al sentir del
abanicar del viento y la belleza de los arboles que albergan la esperanza por
su color y aroma. Repensar Cien días después.
PUBLICADO EN EL DIARIO LA LIBERTAD DE BARRANQUILLA
MARTES 6 DE JULIO DE 2020
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