Por Hugo Castillo Mesino
El 21 de noviembre al amanecer
el silencio de los ruidos comunes de la urbe anunció muchas cosas. Calles
vacías y un parque automotor escaso fueron marcando el ambiente para calcular
cuál sería la dinámica del paro. Hasta la naturaleza se presagiaba solidaria
con la asistencia multitudinaria de los participantes, quienes tejidos de
diversidad en el vestir multicolor, en los grupos artísticos, en los canticos,
en las consignas que hablaban por sí solas, en las agrupaciones con sabor
carnaval pero teñido de inconformidad política configuraron una respuesta
social inmensa; donde jóvenes, adultos y tercera edad hicieron presencia
convencidos que marchar era la atinada expresión de protesta ante un gobierno
que se niega a escuchar y se mantiene en su juego narrativo distractor ante un
pueblo que viene acumulando inconformidades y empieza a proclamar exigencias de
justicia social.
Desde sus inicios lo que queda
dibujado es un gobierno metido en sus propios errores, negándose a replantear las
líneas generales de un modelo económico que, de César Gaviria a esta parte, no
puede ya ocultar sus indeseables fines; quienes en campaña mordieron el anzuelo
con la promesa de un programa distinto aterrorizado en la evidencia que todo se
trataba de la profundización de un recetario neoliberal al que se le ha venido
dando vueltas de tuerca en una línea de tiempo ininterrumpida.
Hace algo más de un mes, la
suma de convocatorias al paro nacional no marcaba preocupación en el partido de
gobierno ni en el primer mandatario. Casi que se veían recogidos en aquella
respuesta de Santos cuando se le preguntó por las movilizaciones campesinas:
¿Cuál paro? Las convocatorias al igual que el ambiente propicio de
participación fueron creciendo hasta un nivel que provocó la reacción de
peligrosa estigmatización que el país ya le conoce al Uribismo.
En ese contexto el presidente
hizo sus intervenciones antes y después del paro 21N; caían sobre sus
espaldas los errores de una línea de tiempo reciente: el bombardeo a los niños
en el cauca, los falsos positivos de información ante la ONU y la poca creíble
negación de unas reformas, que daban sus primeros pasos en el Congreso de
la república y se aparecían anunciadas por sectores empresariales e
informativos que siempre han obrado como aliados en la preparación del
desastre. Nada podía frenar las crecientes manifestaciones de respaldo, cuyo
ámbito de participación desbordaba a las centrales obreras y se extendía
presurosa en diversos sectores sociales organizados y en ciudadanos del común;
sólido fue el empuje que anunciaba la multitudinaria participación que de nada
sirvieron las viejas estratagemas de estigmatización y de manipulación por
miedo amplificadas por sus cajas de resonancia, que incluso anunciaban acciones
terroristas, con el fin de disuadir a una población decidida a hacer sentir su
expresión de inconformidad por el desgobierno.
Tanto la primera como la
segunda alocución del presidente de la republica Iván Duque tuvieron como signo
distintivo esa suerte de dialéctica chueca que de sobra se le conoce al
Uribismo: por un lado, lisonjas al reconocimiento del derecho a la protesta
social, pero por el otro atribuyéndole trasfondos desestabilización a
cargo de opositores políticos de todos los pelambres. En suma, una legitimación
anticipada de la represión de la fuerza pública que negaba la naturaleza
democrática anunciada al inicio del discurso. Ni en la primera ni en la segunda
intervención el gobierno menciona o da respuesta al más de millón y medio de
personas sobre los motivos del paro. Por enésima vez la perorata de la
seguridad se convirtió en la hoja de parra. Duque sigue atrapado en las
astucias de su mentor y no cae en cuenta que esa agitación propagandística ya
no alcanza para ocultar los problemas estructurales que dieron lugar al paro.
Nada de lo anunciado, inventado o inoculado por el gobierno dio resultado. La
marcha fue multitudinaria, amplia en términos geográficos, unificada en sus
motivos, ordenada e histórica.
La dinámica de las posibles mesas
de concertación si es que se conforman su composición y manejo debe ir mas allá
de las reformas presentada por el gobierno y tiene que recoger los problemas y
las necesidades insatisfechas de los colombianos, lo que implica un plan de
desarrollo y reformas estructurales que garanticen bienestar y no asfixia
social. Es válido preguntarnos el grado de responsabilidad cómplice de las
mayorías del Congreso sobre estas medidas o reformas que históricamente se han
venido desarrollando en forma gradual y su acumulado hace parte de la penuria
que padecen millones de colombianos. Que le paso al Uribismo y su
fundamentalismo representados por sectores cristianos y otras sectas que
endiosan a su jefe natural con “mano firme, corazón grande” y que su crisis se
evidencio en las pasadas elecciones y en la indiferencia de la política del
gobierno de turno. Colombia no es un país de partido es un país de coaliciones
que despertó con el apoteósico Paro Nacional. Repensemos a Barranquilla y a
Colombia.
PUBLICADO EN EL DIARIO LA LIBERTAD DE BARRANQUILLA
DOMINGO 24 DE NOVIEMBRE DE 2019
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