Por Hugo Castillo Mesino
El médico y escritor ruso Antón Chéjov
(1860-1904) vivió apenas 44 años y murió hace más de un siglo en Alemania, un
15 de julio, dejando la herencia brillante de cinco mil páginas impresas de
relatos, cuentos y obras de teatro. Poco puede decirse de él que no se haya
dicho ya. Chéjov fue el narrador de la vida corta y estúpida y diez mil veces
estúpida, como también de “El beso” y otros cuentos. Apostó, sin embargo, a la
posibilidad de un cambio. Pensó que tal vez los lectores, al verse reflejados
en la obra, buscarían una forma de enriquecimiento espiritual, algo diferente y
menos banal. A veces tomamos una hoja en blanco, en medio del tiempo estamos
contando el cuento; otras veces, el cuento lo desarrollamos llegando a su final
y, en ese trasegar, habitan los personajes, acciones, atmósfera, ambiente. El
placer que me causa leer cuentos y aprender de la cotidianidad de Chéjov, como
un hombre culto, sinónimo de libertad, estimula investigar si es cierto que en
la academia hay muchos hombres cultos.
Cuando nos adentramos en la compilación de
cuentos de Antón Chéjov degustamos “El beso”, donde el terrateniente Rabbek
invita a los oficiales a tomar té como una norma al llegar a su lugar
majestuoso, confundiéndose los unos con los otros, de modales diferentes, prevaleciendo
la jerarquía del capitán Riabovich, oficial de baja estatura, encorvado, definido
como el más tímido, más modesto de toda la brigada. Riabovich que era ajeno a
la música y al baile comenzó a cambiar evidentemente bajo el efecto del coñac,
acompañado de los movimientos de las mujeres con sus aromas de rosas, álamo y
lila; estos no provenían del jardín, sino de los rostros y los vestidos de las
mujeres que terminaron embriagándolo con sus perfumes.
Nunca había bailado ni abrazado el talle de una
mujer decente. Ahora las cosas eran diferentes, entre la oscuridad y claridad, cuando
una de las invitadas, está por confirmar, le dio un beso, alegrándole la noche
y toda la vida. Su corazón latía y sus manos temblaban; era tan visible que se apresuró
a esconderlas detrás de la espalda, surgiendo el interrogante: ¿Quién lo besó?,
ni él lo sabía; hizo conjeturas, acercándose a la más alta y narizona, luego a
la del vestido negro, se fijó en la más delgada, hasta agotar su fijación; mas
no se dio por vencido. En medio del festín, donde su poder no era poder, departió
con los camaradas, arrepintiéndose de no haberles comentado por espacio de
varias horas la historia del seductor beso; lo hizo en dos minutos; es más,
quedó desarmado cuando uno de sus camaradas le comentó que a él le había
ocurrido lo mismo. Luego siguió con sus tropas hasta internarse en su cama, sin
sentir el aroma y el sabor del beso.
Antón Chéjov sitúa su cuento “El camaleón” en
la plaza del mercado donde no había ni un alma… todo es silencio. De pronto se
escucha “no lo suelten, hoy en día no está permitido morder, agárrenlo”,
palabras del comisario de Policía Ochumelov; el infortunado agarró el perro por
las patas traseras mostrando su dedo ensangrentado y pidiendo compensación por
no poder mover su dedo y perder una semana laboral. Alguien en la multitud gritó
“ese es el perro del General”, otro dijo “el General no tiene perro” y, al
final, se escuchó “entonces es del hermano del General”. El afectado manifestó “¿ustedes
saben qué ocurriría en Moscú?” Nadie consulta leyes y, en un santiamén, listo,
el guapo cachorro vivaracho protegido por el comisario Ochumelov terminó amenazando
al afectado y no lo bajó de “pillo”, “chiquitín tontuelo”, entre otras cosas,
mostrando su poder y defendiendo el poder, se reía la multitud, cómplice del
poder y el otro humillado.
Entre otros cuentos de Antón Chejov se destaca “La
bromita”, donde Nádeñka le suplica a su amiga Nadia ir de paseo en un trineo y
le asegura que llegarán sanas y salvas. ¿Qué le sucederá, entonces, cuando se
arriesguen a lanzarse al abismo? ¿Se morirán, perderán la razón? Nádeñka quien
era más lista le decía a su amiga que “es una falta de valor, una simple
cobardía, no hay porque tener miedo, parece que el mismo diablo nos extrema entre
sus garras y nos arrastra al infierno”. Nadeñka, en medio del del viento volvía
a expresar estas tres palabras “te amo, Nadia”. Aun con todo el percance y el
disfrute volvieron a hacer otro viajecito y, al lograr el trineo su alcance,
dijo a media voz “¡La amo, Nadia!”. A Nadia le gustaban esos viajes; pero, al
sentarse en el trineo palidece, tiembla y contiene el aliento. Ahora Nadeñka
terminó casada y tuvo tres hijos. “La amo Nadia”, no sé por qué decía eso.
Repensar es navegar en la literatura para que fluyan más cuentos.
PUBLICADO EN EL DIARIO LA LIBERTAD DE BARRANQUILLA
MARTES 21 DE JULIO DE 2020
0 comentarios:
Publicar un comentario