SOÑANDO EN EL JARDIN
Suena tan fácil soñar en el jardín cuando hemos
aprendido a ser jardinero, muy a pesar de que pasamos sobre la tierra y vivimos
de estación en estación olvidándonos de ese jardín de ensueño donde el trabajo
de jardinero debería ser un espacio de meditación silenciosa, donde las flores
nos embriaguen de belleza, con la convicción de que la tierra no es biológica
por ser una creación que viene de Dios, dado que “la biología es, en último término,
una teología, una enseñanza sobre Dios” en palabras de Byung–Chul Han en su
obra “Loa a la Tierra. Un viaje al jardín”.
La tierra, debemos observarla, amarla y vivirla
como un elocuente ser vivo, como organismo viviente, incluso, las rocas o las
piedras son seres vivos en nuestra conciencia ecológica, haciendo una ruptura a
la explotación brutal y a la destrucción total por quienes la perciben como un
recurso que produce ganancias ante la acción siniestra y depredadora. Hay que
tratar a la tierra como a nosotros mismos, es una tarea urgente conservar su
belleza y humanizarnos, respetándola e, inclusive, alabándola ante las violentas
catástrofes naturales que nos golpean a diario anunciadas en los diarios sin
sensibilidad social y con sensacionalismo de noticias funestas; tenemos que
reivindicar por completo la veneración a la Madre Tierra volviéndola a ver
desde sus adentros, oírla, sentirla y amarla.
Recordar al jardín ideal de Bertolt Brecht que
nos dice: “Junto al lago, encajonado entre abetos y álamos blancos, protegido
por el muro y los arbustos, un jardín donde tan sabiamente se cultivan flores
mensuales que florecen desde marzo hasta octubre”. Seguir soñando en el jardín
es dotarse de sabiduría para aprobar el curso de jardinero y poder cultivar
miles de flores conociendo sus gustos, gestos, movimientos y su lenguaje
dialogando con ellas en su conciencia natural de enero a diciembre; el no saber
sus nombres y su historia de vida es un desperdicio al estar haciéndole daño a
la tierra y a las flores en el jardin regado de hipocresía.
Alternativamente, producto de nuestro abandono,
surgen los invernaderos que evocan la muerte sin generalizar su duelo; donde
los recuerdos fósiles nos llenan de nostalgia sin habernos dado cuenta de que
el planeta viviente se esta muriendo, tal como lo sustenta Roland Barthes en “La
cámara lucida”, que a través de una fotografía muestra a su madre, cuando tenía
cinco años en el invernadero y concluye con expresión literal: “Mi madre está
en el invernadero en fondo de todo, su rostro difuminado palidecido. En un
primer momento quede sobrecogido: ¡Hay está, hay está! ¡Hay está por fin!”; al
final, el invernadero es un lugar que simboliza la muerte y la resurrección,
donde se aspira a superar el duelo y, a su vez, concita a reflexionar y a
preservar el lugar que nos vio nacer y que también nos verá morir con dignidad.
El ser distinto implica actuar en el tiempo de
lo distinto, con significantes tal como vivir la vida mas intensamente; algo
así como el sufrimiento o la felicidad al concebirlos como una luz que nos
ilumina devolviéndonos a la realidad ante un mundo digitalizado que no conoce
la temperatura, dolor, ni cuerpo. Mientras el jardín soñado en ese mundo
sensible y material en medio de las flores es un mundo con mayores dimensiones
que la pantalla del ordenador o del móvil. Desde que empecé a soñar en el
jardín, matriculado en el curso intensivo de jardinero, percibo los momentos y
disfruto del tiempo al escuchar palabras de alegría con sonrisas perfumadas de
las flores que ahora son mi familia, las cuales logro comprender en sus
angustias estacionales como su crecimiento vertiginoso, acariciadas por la
lluvia bendecida por mis palabras y alegres por la sensibilidad de mis manos.
Al parafrasear a Byung–Chul Han en su obra “Loa
a la Tierra. Un viaje al jardín”, nos asombra por su filantropía planetaria al
manifestar su experiencia y vivencias en su propio jardin al decir que este lo
aleja de su propio ego y que al no tener hijos ha aprendido como el padre que
con amor filial brinda asistencia a los suyos y se preocupa por los otros
convirtiendo al jardin en un lugar de amor. En su obra “Amor y conocimiento”,
Max Scheler señala que, “de una forma extraña y misteriosa”, san Agustín
atribuye a las plantas la necesidad “de que los hombres las contemplen, como si
gracias a un conocimiento de su ser al que el amor guía ellas experimentaran
algo análogo a la redención”. Reiteramos que el conocimiento no puede ser una
ganancia, tampoco es una redención, es más bien la redención de lo distinto; el
conocimiento es amor y es amor el mismo conocimiento que tengamos de la tierra.
Repensar el jardin en medio de la tierra.
MARTES 3 DE NOVIIEMBRE DE 2020
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